Los trabajadores de la finca
En la ya injusta vida laboral cafetera, los que peor la pasan del escalafón son los cosecheros. Nadie es un dichoso; pero los patrones de lote, los patrones de descarga y obviamente los propietarios de las fincas terminan por replicar la lógica usurera de las corporaciones capitalistas. El cosechero es un jornalero: cobra por cantidad de kilos de café recolectado durante el día. Es decir: su ingreso depende de la suerte fructífera de la planta (que a su vez depende del clima durante el año, de las enfermedades y de las plagas) y de la cantidad de horas que esté dispuesto a torcer su lomo entre los cafetales. Son trabajadores golondrinas --van por el país persiguiendo la suerte errante de las cosechas--, no cuentan con ningún tipo de beneficio social ni estabilidad laboral. Además, deben abonar una suma diaria de 6 mil pesos colombianos (3,33 dólares) como permiso para trabajar en la finca y tener un almuerzo: “Pueden repetir cuantas veces quieran el plato de comida; pero prefieren tomarse sólo 15 minutos para luego seguir juntando café y cobrar más”, asegura impunemente Dalmiro, uno de los patrones de lote que tiene como tarea el primer control de calidad de la cosecha: registrar que entre los granos los jornaleros no incluyan frutos inmaduros, piedras u otros elementos que aumenten el peso de la bolsa. Es el intermediario entre los cosecheros y la plusvalía. Su camiseta no tiene otro color que la del patrón, está disciplinado y eso le vale algún beneficio: tener un salario mensual.
Los patrones de descarga son de la misma naturaleza que los de lote en la escala de distinciones gremiales. Pero en cambio, su tarea controladora está en la balanza de descarga que es la que determina qué remuneración le corresponde a los cosecheros y determinar si los patrones de lote están haciendo bien su labor. Pasar a ser patrón de descarga es el mísero sueño de los patrones de lote.
El kilo de café cosechado se paga 400 pesos colombianos (0,22 centavos de dólar). Por lo tanto, un recolector de café tiene que juntar algo así como 80 kilos para al menos salvar el día y volver con algún billete a la casa. Sin embargo, para otros, la economía del café está en un buen momento: el kilo en el mercado estadounidense se está pagando 4,50 dólares (en síntesis: del precio de mercado al cosechero le corresponde menos del 5 por ciento del costo mayorista, que obviamente es bastante menor al precio final de la góndola que redunda en la ganancia de las marcas de comercialización).
En el eje cafetero colombiano hay dos épocas de cosecha: abril-mayo y octubre-noviembre. El resto del año los trabajadores golondrinas se la deben rebuscar con el banano, o en la azarosa suerte de las ciudades de Manizales, Pereira y Armenia.
La Federación nacional de cafeteros no le dedica esfuerzo a la cuestión laboral. Su preocupación es el marketing, los procedimientos de calidad, las tareas de inteligencia de mercado y el relato histórico de la cronología cafetera (claro, que a diferencia de estos artículos, derrochan elogios a una economía que beneficia a unos pocos).
Los propietarios de las fincas utilizan el régimen laboral de los cosecheros como fuelle para mantener su escasa rentabilidad. Ellos están a la intemperie de la voluntad de los grandes acopiadores (Nestlé y parecidos) que gerencian a su placer el negocio de la bebida tinta. Las fincas, salvo excepciones, son de pocas hectáreas (entre 20 y 50 hectáreas en la zona del Quindío). Aunque la mayoría de las propiedades vienen arrastradas de familias tradicionalmente cafeteras, en los últimos años se empezó a dar un proceso de compra y venta de tierras que favoreció la concentración de estancias.
Dentro de los lotes la recolección del fruto de café es a mano (es uno de los aspectos diferenciadores de la producción colombiana).
La imagen internacional del café colombiano es el Juan Valdez: una suerte de Ronald Mac Donald (el payaso de la cadena de comidas rápidas estadounidense, que obedece a un cuidadoso protocolo de confidencialidad y comportamiento personal) , cuya tarea es pasear con un burro y dos costales por los estudios de televisión y posar para las cámaras fotográficas. Pero no hay que dejarse engañar: la impronta amena de don Juan Valdez, de colono rural, con prolijos bigotes e impecable camisa celeste y pantalón blanco ocultan la verdadera y dolorosa realidad de la economía cafetera.
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